martes, 12 de octubre de 2010

C A O S

Ayer fue día diez del mes diez del año dos mil diez de una era que ya carece de sentido. Hoy es día once del mes diez del año dos mil diez de una época que ha perdido el rumbo. Mañana será otro día, con sus números y códigos de barras, con fecha de caducidad y prospecto de contraindicaciones.

Mi nombre no importa, el tono de mi voz es obviado, el color de mis ojos menospreciado y el significado de mis palabras considerado insignificante. Mi paso por el mundo se considera despreciable y mi marcha de él una mera X en otra lista perdida en algún archivo de estadísticas.

Mi rostro lo determinan patrones gestuales, dos fotos carné y una ficha policial de un crimen que nunca cometí. Yo soy cinco, siete, dos, cuatro, cuatro, nueve, ocho, uno Z y R, J cero, seis, seis, cero , uno. Mi ficha dental consta de tres empastes y las cámaras de seguridad de todo el mundo han contrastado trescientas cincuenta y tres imágenes preciosas de mi dedo corazón.

Ellos esperan que callemos, que agachemos nuestras cabezas mientras ellos observan y escuchan. Que no lo entendamos, que no nos demos cuenta. Ellos esperan que a este lado yo no escriba y al otro vosotros no leáis. Así pues yo haré como que no escribo, como que no entiendo ni quiero entender. Como que no me doy cuenta de ese código de barras hecho de escáneres de retina, huellas dactilares y cortes de manga a sucursales bancarias.
Vosotros haréis como que no leéis, como que sólo os preocupa la victoria de un equipo de fútbol o los seis kilos de pectorales que necesitas para no odiar tu imagen en el espejo. Como que os avergüenza saber más, pensar más y sentir más.

Así, mientras nosotros interpretamos nuestro propio papel, ellos actúan con sus llamadas telefónicas y con sus satélites y con sus ositos de peluche repletos de micrófonos. Tú lo sabes, yo lo sé. Así que gira todos tus viejos juguetes hacia la pared, apaga la webcam, cierra las ventanas, sube el volumen de la música, pinta los ojos a todos tus cuadros, atranca la puerta y escribe todo lo que pienses y lee todo lo que quieras pensar; colapsa la red y las líneas telefónicas, roba un camión y abandónalo en mitad de la autopista, haz arder los bancos y las tiendas de joyas, reparte speed a los presos de las perreras y los zoos y envía machetes a los psiquiátricos y ametralladoras a los geriátricos. Enseña a romper huesos a las mujeres maltratadas y encadena a sus maridos a la cama.

La actividad neuronal sube, algo falla en sus predicciones , los comatosos despiertan de su letargo, desciende la audiencia televisiva, el electroencefalograma ya no está plano y sus alarmas no dejan de sonar. Lo saben. Sus helicópteros se elevan y sus balas ascienden a la recámara. Los satélites intentan triangular nuestra posición en algún centímetro de la Tierra mientras sus focos llenan el cielo; sus perros husmean y sus informáticos rastrean nuestra señal. Intentan sembrar el caos, intentan hacernos pensar que les necesitamos. Revientan presas y queman alimentos, hunden la economía y ahogan a los mineros en sus túneles. Bombardean campos de refugiados y liberan algún nuevo virus en alguna guardería.

No nos pueden ver ni oír. No nos pueden hipnotizar ni aterrorizar desde el otro lado de la pantalla. Somos demasiados. Cambian números y billetes de avión y añaden delitos a tus antecedentes. Detienen a la persona equivocada. Ahora Marie Fillong es Louis Betancourt, ya no es profesora de preescolar sino traficante de cocaína, en su bolso no hay compresas sino una nueve milímetros y CDs de pornografía infantil. Ya no es francesa sino tailandesa y ya no le caen 12 años sino un pelotón de fusilamiento.

Los aviones de combate tapan el Sol y las sirenas de sus coches acaban con la noche y su silencio. Mi puerta retumba y tus persianas filtran rayos de luz. El suelo tiembla, apagón en Nueva York, las líneas cortadas, los radares no funcionan. No hay calefacción al sur de san Petersburgo ni gasolina al este de Arabia Saudí. Los niños lloran y los banqueros se arrojan desde los balcones de sus apartamentos de lujo. Siguen buscando, la puerta sale despedida, los cristales se quiebran y el perímetro se controla.

Los cañones se clavan en mis sienes y los focos te ciegan.

Pero la tecla está pulsada, , todo está en vuestras mentes, ya no hay dinero en los bancos, no hay quién dé órdenes; ni edificio desde donde enviarlas ni archivos donde almacenarlas. Ya no hay leyes ni fronteras ni propiedad privada. Ya no hay límites para la libertad ni los derechos. Ya no hay límite de velocidad. Ya no hay horario laboral ni niveles de alcohol permitidos.

Ya sólo nos queda la sonrisa en la cara y el grito al cielo en las calles. Y atracos a las bibliotecas y las barricadas de carteras en llamas. Los poetas llenan las paredes y los actores solo tienen todos los tejados para representar. Y el suelo se llena de pintura y los presos lloran de alegría sentados en los muros de sus cárceles. Y la humanidad se besa y se abraza y baila alrededor de dólares hechos cenizas. Y ya sólo nos quedan nuestros nombres y el sabor de nuestras carcajadas y de nuestra sangre, y el olor a sudor y a leña y el peso de un millón de miradas llenas de curiosidad. Ya sólo nos queda sembrar el mundo de libros e iniciar la creación de mil bosques. Ya sólo nos quedan mil nuevas generaciones por venir y mil relatos por contar , pero sólo una historia por seguir escribiendo.