viernes, 18 de febrero de 2011

El Tiempo, la morfina de Palabras y el Pez Payaso

Un segundo, y esa sacudida en la calma, ese frío húmedo en el estómago, ese vacío que tritura las entrañas. Esas burbujas de ácido que disuelven la poca paciencia que queda por digerir.
Cataratas que no saben si suben o bajan en un mar negro, alejado de la luz, aferrado a mil puños cerrados que odian al aire y a sus dientes.

Un minuto, y algo se prende entre neurona y neurona, algo araña las enredaderas cerebrales, algo amorata las emociones y ensordece las ideas. Un cable se queda sin tormenta entre la nuca y la lengua, entre un arco sin flechas y las cuerdas vocales de un violín desafinado por la rabia.

Una hora y las ramas del corazón pierden el otoño, florecen las gotas de rocío al respirar. Las raíces cardíacas navegan entre la escarcha y se encadenan a mil dolores. Mil dolores sin espinas ni pétalos, sin perfume ni nada para calmar su sed.
Los latidos se siembran al azar, se esconden con los faunos, juegan a encontrar a los duendes. Duendes que narren las historias cotidianas de las hadas, o cuentos de los que se tatúan a las ninfas, y las amordazan con versos imposibles. Pero sólo hay genios con los deseos oxidados, y sirenas mudas sin océano, y dragones sin queroseno suficiente para sus llamas.

Un día, y sus promesas me ordenan los vendavales y se me escapan graznando las sonrisas. Los fotogramas de sus labios me navegan por la memoria, me combaten el temporal. Cálida lluvia en una isla desierta, espuma de esperanzas en una playa de cal. Rizos de tifones acariciando mis pestañas.
Su agua caliente de palabras se lleva el no dormir y el veneno de la memoria, y las cuchillas de cansancio y furia que me desangran por dentro. Que me degüellan y me vuelven a degollar, que me llenan de alfileres y de calambres.

Y desciendo por la escalera de caracol de su garganta. Hasta encontrar la risa descontrolada, los relatos de suspiros y silencio que se leen sólo al correr los párpados. Así, en un segundo, en una hora o en un día cualquiera. A cada instante y en cada momento, en cada gramo de tejido a medio revivir, en cada esquina del aire que me pongo a respirar. Así me dejo llevar por las yemas de sus dedos, que me arrastran río abajo con sus caricias. Hasta la más profunda tranquilidad, hasta una cueva submarina desbordada de suavidad, donde las burbujas azules del enfado ascienden hasta colorear un poco más el cielo. Hasta un tesoro de esponjas y de estrellas de mar,. Hasta que me quedan los huesos y el coral de mis costillas, y las anémonas de sus besos.
Hasta que un inquieto pez payaso por fin concilia un profundo sueño, mientras el resto del mundo continúa a la deriva.

viernes, 4 de febrero de 2011

(Des)cosiéndome

Se arroja el tiempo a la cesta de la ropa, que le hace falta un buen lavado, para que deje de extender el polvo entre los huesos. Y suavizante, para que las sierras de segundos no desgarren ni piel ni alma.

Los ojos en el perchero, junto a las luces encendidas y los párpados demasiado abiertos. Para fundir un poco la realidad y dejarse cegar por las ideas inconexas.

El cuero cabelludo sobre la mesa, que ya se ha curtido suficiente por hoy. Demasiados datos que no sirven para nada. Insuficientes dudas existenciales. Siempre pocos recuerdos de vaho e innecesaria responsabilidad.

El crujir de las articulaciones se guarda para otro momento. Los músculos sisean, desperdigados por el suelo, reptando para atrapar los ratones del aliento contenido, y los pájaros de la escarcha de lo que siempre falta por decir.

Y las arterias en una caja de espirales, a una guitarra y dos calles de distancia del corazón, que siempre se queda con quién más lo quiera.

Los pies se arrugan por el agua de lluvia, de tanto andar por el cielo, de tanto no saber encontrar tierra firme en ningún mar, de tanto no poder escapar de los charcos de dudas que trajeron los truenos de silencio.

Para acabar me libero de esas malditas cadenas. Esas malditas cadenas tejidas con tus palabras, cosidas con tu voz, que me ahogan y me desintegran, que me reconstruyen y me fijan de nuevo todos los pedazos de porcelana, que me recogen de entre los azulejos y me cuelgan de las manchas de humedad. Roto en voceos de pegamento. Son las ataduras que me amoratan el cuello, sin que me importe. Son las esposas que seccionan mis muñecas, hasta que sangro deseo con posos de miedo.
Deseo de disolver todos los misterios, de que vuelvas cuando sigues a mi lado. De que digas todo lo que sólo escribes, y de que escribas todo lo que pienses.
Miedo, de que me perdiera por el camino de lo que digo, hasta morir en el bosque lo que no hago. El miedo que produce el ácido de olvido que me corroe todos los recuerdos, que lo llena todo de los espumarajos de mis errores y de mi insensibilidad.

Entonces me abrazo al candado de tus suspiros que me encierra el desvelo, y me arropo con tu perfume de promesas. Y dejo que sea el sonido de tu cuello sobre el mío el que me cuente el último cuento de esta noche. De esta noche sin estrellas ni luna, sólo pereza y esperanza. Sólo un corazón volcado sobre las sábanas y la memoria de tu pelo entre las mantas para poder conciliar el sueño.